domingo, 10 de noviembre de 2013

Costosas palabras

 
Si a mi abuela Margarita (Rosita como le dicen los más cercanos) le hubieran enviado 85 tarjetas de condolencias el día que mi abuelo Miguel Ángel murió, ella, luciendo la seriedad y lógica de una mujer de Pueblo Rico-Antioquia, les hubiera mentado la madre a todos los que se atrevieron a hacer de su dolor un motivo para ir de shopping en busca de de tarjetas que dirían: “Lamentamos su pérdida” ó “El Señor lo tiene en su gloria”. Me la imagino sosteniendo un puñado de papeles, perfectamente decorados con cinticas plateadas, bordes dorados, mensajes en letra cursiva y ella maldiciendo a los desocupados que se tomaron el tiempo de mandar tarjetas para celebrar al muerto.
Gracias a Dios mi abuela no vive en los Estados Unidos; porque aquí las tarjetas, a diferencia que en mi país, son uno de los medios más utilizados para manifestarse en cualquier tipo de ocasión, y por lo tanto son un magnífico, perfecto y gigantesco negocio.
En Estados Unidos las personas compran y envían tarjetas por el día de la madre, del padre, del hijo, del perro, por el muerto, por las buenas calificaciones, el día de Acción de Gracias, Halloween, Pascua, Navidad, el nuevo bebé, por el nuevo vecino, la re-decoración de la casa, cumpleaños, porque eres viejo, porque vas a dejar de ser la soltera de la familia, porque conseguiste trabajo, porque te despidieron, porque estás agonizando… y cómo no mencionar el mejor día para la industria tarjetera: por el día de San Valentín.
Eso sí, no se puede negar que las benditas tarjetas son HERMOSAS, están  hechas en diferentes clases de papel, colores, brillantes, materiales sobrepuestos, hasta interactivas son y con música gangosa que suena cuando la abres. Ahora, si es que quiere una de esas bonitas, hay que pagar entre siete y veinte dólares; eso sin contar el precio del envío, porque lo más emocionante y romántico de las tarjetas es que llegan por correo y casi todas las semanas te llega una nueva; por ejemplo no me extrañaría que la próxima semana me llegara una con motivo de mi nuevo corte de cabello.
Muchas de las tarjetas se compran con el mensaje ya impreso: unos cómicos, otros tiernos y los que son románticos parecen escritos por el mismísimo Neruda. Son inspiradoras, perfectas y costosas palabras; ha de ser ese el precio que se tiene que pagar si se quiere decir algo muy bonito, pero no se sabe escribir. 
Pero hay unas tarjetas que tienen el espacio para escribir: si ése es el caso, toca hacerle como mi profesora de inglés, la pelicrespa Angie, que cada fecha especial se gasta más de doscientos dólares en tarjetas y doscientas horas escribiéndoles un mensaje personal a cada uno de sus amigos y familiares. Para ella, mi profe, así como para muchos otros americanos, las tarjetas son una grandísima muestra de amor y entrega hacia la persona que la recibe. 
Fue ella misma la que me contó que solita, escribió y mandó tarjetas de agradecimiento a los más de cien asistentes al sepelio de su padre. Cargando la tristeza en el corazón por su pérdida, empuñó la pluma y escribió más de cien nombres y mensajes de agradecimiento con el fin de darle continuidad a una tradición muy estadounidense: la bendita tarjeta.
La misma dinámica se repite para los cumpleaños y babyshowers: el anfitrión de la fiesta debe de enviar “tarjetas de agradecimiento por su asistencia” (que elegante suena esto) a todos los que fueron a la celebración; entonces hay que ver a la pobre muchacha en embarazo bien estresada haciendo listas con nombres de las personas que fueron  al babyshower.
La compañía de tarjetas Hallmark es una de las más importantes en New England, ellos tienen inundados, o mejor dicho, empapelados muchos centros comerciales y tiendas con sus bellísimas y costosas tarjetas; y por lo tanto también tienen inundada y empapelada de tarjetas la cocina de la casa en la que vivo; porque viviendo con otras cuatro mujeres, tres de ellas menores, ya se podrá imaginar la dimensión. 
Las tres niñas reciben tarjetas porque se les cayó un diente, por sus cumples, para invitarlas a toda clase de eventos, etc. Y ellas, siguiendo el debido ritual ponen la tarjetica en las mesas de la cocina para verla ahí todos los días y dicen: “Look at this one, sooo cute”. Hasta que al final del mes el papá cansado de ver tanto desorden, bota  todas las tarjetas en tres segundos y por ende cientos de dólares. Al fin y al cabo hay que abrir espacio para las que van a llegar el próximo mes. 
Si bien a mi abuela no es que le gustan las tarjetas ni le importe mucho las millonadas que mueve esa industria, estoy segura que alguna vez en su vida sí recibió alguna y como toda mujer debió haberse sentido halagada. Porque es que en Colombia también se mueve el negocio tarjetero, no en las dimensiones de este país, pero sí nos encanta leer de quienes queremos y escribir para quienes amamos.
Hace un rato estaba enviando una tarjeta electrónica a una amiga por su cumpleaños, y entonces recordé cuando estas artimañas tecnológicas no existían y a uno sí le tocaba tomar los colores, papel iris y mirellas para hacerle una tarjeta a la mamá por su día; o aplicarle loción a las tarjetas que uno mismo decoraba para los novios… Ésas tarjetas sí que las llenábamos de palabras perfectas, no eran costosas, pero sí perfectas.